AVENIDA DE LAS AVES
I
La dulce avenida de las aves se entrega a mi mirada
en este ardiente y claro junio, y me olvido del mundo
y de mí misma
observando la vida que en el aire discurre:
un planear gozoso de alas, avalancha ordenada de cuerpos
y piruetas y picos
que se afanan en pacer, aunque me dé la sensación de danza o coro
o silentes violines afinando el más mínimo graznido
enfrente las sábanas de frescura callada, al fondo los trenes
que traen el bullir
de las urbes y se llevan el calmo titilar de los mástiles.
Quiero celebrar este día que fluye hacia el adormecer
la desmemoria, el abandono
esta cadencia de azul mar y azul brisa que me vacía
y que me hermana, hacia donde confluyen
esas blancas gaviotas de una belleza ambigua
que en la dulce avenida
no invaden el almuerzo, los giros voladores
de golondrinas, gorriones o palomas.
Quién pudiera de un vuelo tan libre y apacible y conjugado
tan fuera del ruido…
y, sin embargo… la belleza …
II
Han venido de nuevo a esta avenida de las aves
después de tantos años
a traer en sus picos aquel sol de septiembre
el ebrio sol de vino, su violácea sangre, su principio
prensado en el recuerdo tenue
el onírico cuadro de memoria de esa vendimia nuestra
cuando nos atraviesa el tiempo y nos desgasta.
Serán quizás las nietas o bisnietas de las golondrinas
de mis trenzas rojas las largas primaveras
de mis ojos como un pozo sin fondo encantado
por primigenios nidos.
Serán hoy estas garzas las descendientes
de aquellas avefrías
anunciando con su canto el sol
de los chillidos cárdenos, del formidable cuerpo
la nieve ardiendo sobre rosada carne
los rituales festivos, los juegos de la supervivencia
mi hambre lúdica no vio jamás en ello
el sufrimiento, ni la conciencia de la muerte
sino más bien un regocijo infantil agradecido
de moras silvestres
en su hocico, en sus orejas o en sus lomos.
Toda la savia del mundo, toda la hierba
todos los otros cuerpos apresados y llorados
quizás por su obligado silencio
hacen florecer salvajemente el verdor
hasta el de la ternura.
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