Nos dirigimos hacia el oleaje
dejando pasear nuestros más íntimos pensamientos
sobre la agitada albura de las crestas, bajo un poniente
abarcador del cielo, rebelde, en carne viva.
Qué turbadora estampa orquestada por vientos venidos de lejanas tierras,
como si fueran mandos urgiendo a un ejército de blancos uniformes
que apenas llegan a invadir nuestros pies.
Qué consuelo si todas las batallas del mundo fueran como esta furia
no sangrienta; y, sin embargo, este mar, esta boca, este estómago
tampoco es inocuo, en mi niñez era una balsa cubierta de cristales
de hielo que eran el límite de otro mundo en que los renacuajos
pactaban con los muertos la profunda tiniebla,
la madurez ha conseguido doblegar los punzantes vidrios hasta llegar aquí
con un cierto número de incógnitas despejadas y el mismo misterio
que posiblemente guardan los peces dentro de su instintiva memoria,
y que nuestras múltiples narraciones imaginarias no logran revelar.
Quizás hemos de conformarnos con el sonido de las olas batiendo,
empujando una nada perturbadora de belleza siglo tras siglo,
y nosotros viniendo al oleaje a oír su lengua desconocida, indescifrable,
tratando de inventar palabras para esas palabras erosionadas por el viento,
y aun sabiendo lo poco que sabemos y lo fácil que los humanos olvidamos
seguir cavando con vehemencia infantil nuestro hoyo en la arena.
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